“La probabilidad de ser pobre no se distribuye al azar en la población” (Gita Sen, 1998)
A partir de los años ’80, gracias a las investigaciones de diversas feministas latinoamericanas, se identificó que la proporción de mujeres viviendo en situación de pobreza es mayor a la proporción de hombres, que la pobreza que padecen las mujeres suele ser más extrema, que la tendencia de crecimiento es mayor por el aumento de hogares con jefatura femenina y que para las mujeres romper con este ciclo y salir de esta situación es más difícil.
Esto dio paso al término de “pobreza femenina” o “feminización de la pobreza”, que como muchos conceptos dentro de las áreas sociales no está exento de sus críticas y controversias.
Sin embargo, más allá del término usado para referirse al fenómeno, lo importante fue darse cuenta que la pobreza afecta de forma desigual a mujeres y a hombres, y que al igual que la raza, etnia, ubicación geográfica, edad, inciden en la pobreza, el género también lo hace. Pero ¿por qué?
La primera respuesta que podemos dar a esta interrogante es simple: en ninguna sociedad del mundo existe igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, y esa desigualdad afecta a las mujeres en lo económico, político, social, cultural y un largo etcétera.
Si está establecido que lo masculino es superior a lo femenino, no es de extrañarse que el acceso de las mujeres al poder y a los recursos sea limitado, estableciendo en todos los ámbitos de su vida, incluyendo el hogar, relaciones sociales jerárquicas. Pero como esto suena muy amplio, es necesario desglosar el problema en cosas más puntuales.
Hablemos de los estereotipos y roles de género, por ejemplo.
La sociedad nos dice a las mujeres y nos forma para ser pasivas, frágiles, sin fuerza física, complicadas, cuidadoras, maternales, emocionales, comunicativas, mientras que a los hombres los forman para ser violentos, dominantes, activos, fuertes, individualistas, proveedores. Y si, la palabra correcta es que nos forman y nos formamos así, nos construyen y nos construimos así, la naturaleza no tiene mucho que ver en eso.
Sobre estos pilares se sustenta la gran dicotomía mujeres privadas/hombres públicos y los roles que por consiguiente se le asignan a cada uno/a.
Las mujeres fuimos (y todavía se espera que seamos) primero madres, luego esposas y de último ciudadanas. Se nos asigna un rol orientado al cuidado de otrxs (hijxs, enfermxs, ancianxs) y a las labores del hogar, se espera que nuestro trabajo y/o profesión estén supeditados a la familia.
De los hombres se espera el papel de ciudadano, de proveedor de bienes, que se oriente al desarrollo de su propia potencia, que cumpla su rol en lo político, en lo empresarial, que tome decisiones por todxs y para todxs. Y ¿cómo se relaciona esto con la pobreza? Pues se relaciona de muchas maneras.
Si observamos el rubro educación, nos damos cuenta que las razones principales por las cuales las mujeres desertan es por un embarazo o para dedicarse a labores del hogar, desertan para cumplir con su rol de madres o cuidadoras, mientras que los hombres desertan para trabajar y cumplir con su rol de proveedores.
En el caso venezolano, las mujeres de estratos socioeconómicos bajos suelen alcanzar un mayor grado educativo, es decir permanecen en mayor medida en el sistema educativo que los hombres, pero eso no se relaciona con el trabajo. Aun cuando las mujeres tienen más formación, se insertan en una medida mucho menor que los hombres al aparato laboral, lo que se observa en todos los rangos de edad.
Al no generar trabajo remunerado, es muy común que las mujeres no tengan control sobre los ingresos familiares y sobre las propiedades, estando supeditadas al “jefe de hogar”, el cual no reconoce sus labores en el hogar como un trabajo, porque es parte de lo que significa ser mujer.
Aquellas que si tienen ingresos propios se enfrentan a otras dificultades, como la doble o triple jornada laboral, donde no sólo tienen la jornada de trabajo de 8 a 5 en la calle, sino que llegan a su hogar a trabajar como amas de casa, limpiando, cocinado y como cuidadoras, bañando a lxs niñxs, dándoles de comer, etc.
Esta es una de las razones por las cuales uno de los recursos más escasos para las mujeres de todos los estratos (pero sobretodo de los más bajos), es el tiempo. No conforme con esto, las mujeres ocupan en mayor proporción trabajos de menor calificación, menor salario, mayor precariedad, nutriendo las filas de la economía informal.
Adicionalmente, el planteamiento muy arraigado en la cultura latina de mujer=madre, la necesidad de probar la masculinidad teniendo hijos/as por parte de los hombres, sumado a la falta de acceso a servicios de salud de calidad así como otros múltiples factores sociales y culturales, genera que las mujeres de estratos socioeconómicos más bajos sean más vulnerables a tener un embarazo adolescente o a tener un número elevado de hijos/as, lo que hace más difícil romper con el ciclo de pobreza.
Es además en estos estratos donde los estereotipos de género así como las creencias religiosas son más fuertes, lo que sumado a las muertes a causa de abortos mal practicados, nos muestra que estas mujeres son las que menos de acuerdo parecen estar con la despenalización de dicha práctica.
Otro factor importante es la violencia, estrechamente relacionada a la pobreza. Las mujeres son más propensas a sufrir violencia en el ámbito privado mientras que los hombres en el público. Si bien decimos que la pobreza genera violencia, sabemos también que la violencia genera pobreza: una mujer víctima de violencia de pareja difícilmente va a tener un trabajo estable, va a poder acceder a una educación de calidad, ser independiente y desarrollarse de forma integral como ser humano. Romper con la violencia de género es en gran medida romper con una arista de la problemática de la pobreza.
Finalmente, la poca participación de las mujeres en lo político y en las altas esferas de toma de decisión hace que poder cambiar esta situación parezca muy complejo.
Si bien bajo el esquema de la llamada democracia participativa se ha impulsado el papel de las lideresas comunitarias, la comunidad se ve como una extensión del hogar o de la familia. Este rol teóricamente de poder es en realidad un alargamiento del rol de cuidado atribuido a las mujeres. Si vamos subiendo en la escalera de poder y cargos políticos, la participación de las mujeres es cada vez menor, por lo que la incidencia de las decisiones que pueden tomar se hace más estrecha.
Quiénes mejor entienden los problemas de las mujeres en situación de pobreza y por ende pueden ayudar a plantear mejores soluciones son estas mismas mujeres, que necesitan salir de la exclusión y participar en las diferentes esferas de la vida pública.
Tenemos así que, para poder construir sociedades sin pobreza, debemos tomar en cuenta y analizar la variable género tanto en la medición de la problemática como en el planteamiento de políticas y soluciones, entendiendo la equidad de género como una condición necesaria para poder lograrlo.