Poco se habla en los medios de comunicación sobre los ataques con ácido, a pesar de ser un delito relativamente común tanto en Latinoamérica como en el resto del mundo.
En países como Colombia, India y Pakistan las mujeres se enfrentan al horror de ser desfiguradas con ácido o alguna sustancia química cuya misión no es matarlas sino dejarlas marcadas para siempre.
El caso Colombia es uno de los más impactantes. Según el diario El Comercia alrededor de 100 personas son atacadas con ácido anualmente, de ellas 75% son mujeres. La historia se repite una y otra vez: celos, obsesión y posesividad son los detonantes recurrentes de los ataques.

Tal como cuenta Natalia Ponce de Leon, la mujer que valientemente le puso rostro al movimiento colombiano contra este tipo de crimen, fue atacada por un vecino que estaba enamorado de ella y la hizo bajar a la entrada de su edificio engañada. Una vez allí le lanzó el ácido a la cara que la dejó completamente desfigurada y con problemas respiratorios. Luego de eso fue sometida a más de 20 cirugías y decidió liderar esta lucha feminista.
Recién en 2016 logró que el gobierno colombiano estableciera los ataques con agentes químicos como delitos en sí mismos y no como simples agresiones personales; aumentando así la pena que los agresores recibirán. Sin embargo, la ley colombiana sigue sin tipificar este delito como un crimen de odio.
En India, Bangladesh, Cambodia, Nepal y Pakistan la situación tampoco es alentadora. Se estima que se registran aproximadamente 250-300 casos anualmente debido a la negativa de las mujeres a casarse, tener relaciones sexuales o a una dote insuficiente.

Seamos claros, los ataques con ácido no solo responden a una alucinación momentánea de un psicópata, responden también a la cultura patriarcal que considera a las mujeres como objeto de deseo y posesión.
Al no poder poseerlas buscan marcarlas y eliminar lo único que los machistas consideran importante en una mujer: su belleza física.
Son crímenes de odio, las mujeres son atacadas por ser mujeres, por no someterse a los deseos de un hombres quien se considera un ser irresistiblemente superior al que no se le puede decir que no.

Ante la proliferación de estos ataques, también promovidos por lo económico que resulta comprar una sustancia corrosiva y por la alta impunidad de estos crímenes, las víctimas se han organizado y han comenzando a hablar por si mismas.
Y eso para mi es el mayor acto de resistencia. Las quisieron confinar al anonimato y a la vergüenza y ellas respondieron alzando su voz para prevenir futuros episodios así.
¡Por eso nunca dejaré de creer en el movimiento feminista organizado!