«La verdad es que no sé dónde posicionarme en cuanto a la legalización de la prostitución, porque nunca he conocido a una mujer que haya sido parte de ello.»
«Pues ahora ya sí.»
Éste fue el comienzo de una de las conversaciones más interesantes que he tenido nunca, una mañana de verano en la ciudad de Ámsterdam. Durante horas hablé con esta increíble mujer sobre los mitos y verdades del negocio más viejo del mundo, y cuando nos despedimos la realidad para mí había dado un giro monumental.
Desde hace un par de años se han multiplicado las publicaciones y los artículos online de mujeres feministas alabando a las «trabajadoras del sexo» y defendiendo su derecho a hacer de ello un negocio si así lo eligen. «Es su cuerpo y pueden hacer lo que quieran con él» – y está claro que esto no tiene mucha más vuelta de hoja. Sin embargo, después de esta conversación, me volví muy escéptica en cuanto a lo que de verdad significa «elegir» en el campo de la prostitución. Después de todo, una elección no es elección si no se toma con libertad.
La mayoría de las mujeres que escapan de la prostitución sufren trastorno por estrés postraumático, en un porcentaje similar o mayor que los veteranos de guerra, me dijo. Durante años se ha dedicado a ayudar a estas mujeres y ella misma es víctima de este trastorno. Y, mientras los medios y las películas comerciales nos venden el mito del tío tímido, inseguro y solitario que nunca consigue mojar y necesita la ayuda de una prostituta que se divierte con su ingenuidad, la realidad es muy distinta: la mayoría de los clientes son hombres casados que saben perfectamente lo que hacen y que buscan en la prostitución lo que sus esposas no les dejan (o dejarían) hacer en el dormitorio. Esto, por supuesto, no podría estar más lejos del sexo divertido y gentil que se correspondería con el chaval tímido, en el cual la mujer ostenta el control sobre sí misma y le enseña qué hacer; no, esta situación implica el uso objetivizado del cuerpo de una mujer para satisfacer prácticas sexuales que, fuera de ese ambiente, abochornarían al hombre que lo compra, desde la escatología hasta la violencia. El lado en el que reside el control lo cambia todo. Y el cliente, como es bien sabido, siempre tiene la razón.
Y que sí, que ya sabemos que la mayoría de las mujeres prostituidas tienen esa vida por obligación, pero ¿y las que no? ¿Por qué hay mujeres que eligen la prostitución? ¿Y por qué no lo dejan al ver lo que hay detrás?
«Porque no conocen otra cosa» fueron las palabras exactas que mi compañera usó para responder a esta pregunta. Existe un fuerte lazo que une la pobreza y el trauma sexual infantil con la prostitución «por elección». Cuando una mujer no tiene recursos, o no puede acceder a una educación, o ha sufrido abusos sexuales de pequeña, no es difícil que caiga en la red de la prostitución. Tal y como señala este estupendo artículo de The Guardian, muchas mujeres prostituidas eran sólo niñas cuando empezaron. En pocas palabras, el sexo abusivo se normaliza a una edad temprana y al final éste acaba usándose como vía para ganar dinero. Y cuanto más tiempo lleves dentro, más difícil te será salir.
«¡Pero la prostitución evita violaciones!», argumentan algunas personas. Incluso creo que yo misma he llegado a decirlo. Sin embargo, esta suposición no es sólo engañosa, sino también peligrosa. Engañosa porque, si un hombre es tan agresivo como para violar a una mujer en la calle (sumemos el riesgo de ir a la cárcel), no hay razón para suponer que no será agresivo con una prostituta – la cuestión es si ambas nos importan lo mismo; y peligrosa por la forma en que este razonamiento lidia con el problema de la violación: si un hombre siente el deseo de obligar a una mujer a tener sexo con él, lo único que hacemos ofreciéndole una vía de escape para satisfacer tal deseo es validarlo, en vez de luchar para eliminarlo. Eso por no mencionar que la tal «vía de escape» es nada menos que un ser humano.
Lo cierto es que muchas de las que alaban a las «trabajadoras del sexo» son feministas blancas de clase media (como esta servidora) quienes, a pesar de sus buenas intenciones, no han interactuado de forma directa con el entorno de la prostitución, y por lo tanto dan por hecho que la elección es, en este contexto, un concepto libre (exactamente lo que hacía yo), y de este modo hablan en nombre de mujeres que no han conocido jamás. Y esto ocurre a los aliados de todos los movimientos sociales. Tendemos a poner palabras en las bocas de las víctimas y validamos nuestra opinión sin escucharlas. Nos ocurre a todos y no es un problema exclusivo del activismo, sino de la sociedad a nivel mundial – problema que sólo nos quitaremos de encima siendo conscientes de su existencia.
Lo que aprendí aquella tarde no fue sólo que estoy a favor de la abolición de la prostitución y de la criminalización de sus clientes, sino una lección más amplia y profunda: que, sea cual sea nuestro posicionamiento en cualquier tema, el proceso para formar una opinión debe incluir la escucha a las personas afectadas por lo que estamos intentando abolir o defender. Esta idea a priori tan básica resulta esencial para conseguir la libertad de cambiar de opinión.
Y viajar, una vez más, puede ser la forma más gratificante y efectiva de hacerlo.
Este artículo fue publicado originalmente en Revolution on the Road el (súper recomendado) blog de la autora.