Nací con “privilegios”. Lo pongo entre comillas porque en realidad son derechos, pero no siempre lo fueron, aún ahora existen mujeres que no tienen acceso a ellos.
A los 4 años de edad pude ir a la escuela.
En clases no faltó el niño que alzaba la falda a las compañeras, cuando nos quejábamos ante los profesores ellos decían que él solo estaba “jugando”, que con su inocente actitud solo quería llamar la atención. Mi mamá, sin saberse feminista, inspiró a que nos organicemos con mi grupo de amigas y le impidamos que lo siga haciendo. Hoy me gustaría regresar a decirles a mis profesores que NO, que eso es violencia, que eso no es juego.
A los 11 años pude ir al colegio. Recuerdo a un profesor que decía que las mujeres debemos ser delicadas, que debemos comportarnos como damas, continuamente intentaba darnos una clase de feminidad. Al parecer, era un pésimo ejemplo de masculinidad.
Me preguntaba entonces ¿qué es ser dama?, hoy sé que para el mundo heteropatriarcal eso implica ser silenciosa, devota y sumisa.
A los 15 años, cuando estaba en el Bachillerato, ya me había acostumbrado a salir a la calle y escuchar todo tipo de comentario lascivos. En el día, en la tarde, en la noche, con escote, con falda, con pantalón, peinada o despeinada, no importaba el espacio, la hora, ni el atuendo. Los acosadores estaban ahí y eran muchos. Estaba harta, sus comentarios me daban repugnancia, pero también estaba resignada.
A los 17 pude votar. Desconocía por completo que millones de mujeres habían muerto en lucha por lograr que yo goce de ese derecho. Y a la misma edad, alguien me había llamado “feminista” como insulto.
A los 18, cuando estuve en la universidad, pude acceder a la biblioteca sin necesidad de que mi padre supervise los libros que leía. En clases pude opinar sin ser declarada bruja, sin que me quemen en la hoguera. Pude jugar fútbol, a pesar de que algunos decían que eso no es para mujeres.
A los 22, me descubrí feminista. La vida cambió, empecé a usar unas gafas violetas que me hacían ver el mundo de otra manera. Pero entonces no faltaron aquellos que se escandalizaron, desde su ignorancia, con que yo me autoproclame feminista, era la “feminazi”.
A los 23, escuché que a una compañera del trabajo le decían que necesitaba marido para dejar de ser tan malgenia. Y a la misma edad, una compañera “especialista en género” me criticó por maquillarme.
A los 25, gracias a mujeres que lucharon por estos “privilegios”, he podido estudiar, leer, jugar fútbol, trabajar, votar y opinar. A pesar de eso, aún sigo siendo acosada en la calle TODOS LOS DÍAS, aún me hacen callar para cederle la palabra a un hombre, aún quieren imponerme el “deber ser” de una mujer, aún leo en Facebook que las mujeres deberíamos estar solo en la cocina, aún escucho comentarios ofensivos, aún veo que utilizan nuestros cuerpos para vender brochas, aún nos violan, nos matan, nos violentan, nos discriminan y nos juzgan por vestirnos de la forma que queremos, aún tengo miedo por ser mujer.
Es verdad, escribo desde mi silla privilegiada de una mujer de clase media, mestiza, heterosexual, que tuvo acceso a la educación básica y a la educación superior. Si yo estoy muerta de miedo, no imagino cómo se sienten aquellas mujeres que además de afrontar los “peligros” de ser mujer, deben lidiar con aquellos ligados a la discriminación por etnia, nacionalidad, orientación sexual, condición socioeconómica u otras. A ellas las invito a alzar la voz, a contar desde su experiencia sus propios temores. A las que lucharon para que hoy yo goce de estos derechos, mi gratitud eterna. A ellas y a todas: sororidad.