Cuando vives en una ciudad o sus alrededores, ir en transporte público es una de las prácticas más comunes de tu rutina cotidiana. A todos nos parece de lo más normal esperar en la parada, tomar el autobús, trasladarte en él por los recónditos de las calles, llegar a tu destino y bajar de él.
Hasta ahí, todo va bien ¿verdad?
Pero… ¿qué sucede cuando cada día de tu vida te da miedo tomar el autobús porque no sabes con qué clase de monstruos te encontrarás?
Sí, como aquellos de los cuentos que te dan temor, que te provocan escalofríos y con los que no sabes cómo lidiar; pero a diferencia de ellos, estos son de carne y hueso.
Para muchas personas -especialmente mujeres, niñas, niños y feminidades diversas- subir al autobús se convierte en un hecho de valentía, no de cotidianidad. El acoso y abuso sexual en este espacio es parte de la realidad diaria. Esos, los acosadores, son los monstruos en el autobús. (Y por qué no, de todo el espacio público)
Según una encuesta, realizada en México 8 de cada 10 mujeres han vivido experiencias de acoso o abuso en el transporte público. La mayoría de las situaciones de este tipo les suceden a las mujeres jóvenes o a las adultas jóvenes. En otra, realizada en Perú, el 73 % de las mujeres consultadas ha vivido acoso en este escenario. En Chile, un 50 % afirma que viven esta situación más de una vez al día. La realidad es común: la mayoría de usuarias del transporte público en la región ha vivido acoso o abuso en este escenario.
Las situaciones van desde acoso verbal o piropos, ruidos de besos, comentarios sexuales, silbidos, miradas lascivas; hasta manoseos, presiones de cuerpo, exhibicionismo, roces y frotaciones incómodas y a -algunas- violaciones. Estas son los hechos que provocan pánico, angustia, impotencia.
Y, seguramente, algunas personas pensarán: pero si todos estamos expuestos en el transporte a los robos, la violencia, los asaltos.
¡Pues sí, pero no! En efecto, los espacios públicos en general, y los autobuses en particular son a diario escenarios de la delincuencia. Pero el acoso y el abuso sexual es una forma de violencia de GÉNERO. En el que la mayoría de las víctimas son mujeres, niñas, y diversas feminidades.
Todas lo hemos vivido
Mishel hoy tiene 31 años, y cuando le pregunté si alguna vez había vivido una situación de acoso en el bus no me contó una historia… sino cuatro. Pero hubo una que le agarró desprevenida a ella misma. Antes de mi pregunta no la tenía presente, era un recuerdo bloqueado, y cuando la empujé a rememorar sus experiencias esta fue la que más le estremeció.
Cuando ella tenía 14 años, en un autobus en Ecuador, un hombre de cerca de 60 años se sentó alado de ella y le entabló una casual conversación. Empezó con preguntas comunes como su edad y continuó con comentarios incómodos e insinuaciones como: tienes cuerpo de mujer.
A pocos minutos de iniciada la conversación, él le estaba tocando el brazo y, momentos más tarde, con sus el dorso de sus dedos le rozaba el pecho.
Mishel se congeló. No supo qué hacer, qué decir, cómo actuar. El miedo, la confusión y la angustia la inmovilizaron. Él aumentó su nivel de acoso, y ya no era solo un roce. Con toda la palma de su mano abierta tocó uno de sus senos, sin importarle nada.
Ella, luego de quedarse pasmada, reaccionó, se paró y se bajó del bus. Aún ahora, relata esta historia inundada de una sensación horrible.
En la misma ciudad, pero en otra época, una joven auditora de 27 años iba de pie en un autobús al sur de la capital ecuatoriana. Eran las 8:00 y ella iba a su trabajo. Un hombre de edad similar, presionaba su cuerpo contra ella, la rozaba. La auditora lo empujó, pero el bus iba tan lleno que la presión siguió.
Minutos más tarde, ella sintió un líquido caliente recorriendo por su pierna, regresó a ver y vio a este hombre con sus partes íntimas expuestas y masturbándose. La habían eyaculado encima. Ante el reclamo de la víctima, paradas más adelante, el hombre fue detenido y entregado a las autoridades.
Hace pocos meses, en un Transmilenio en Bogotá, Karen regresaba a su casa en horas de la tarde. El autobús no iba lleno, pero un hombre de cerca de 40 años se acercaba a ella para frotarse una y otra vez. No importa a dónde iba, si ponía su cartera detrás de ella o si se escondía en la unidad de transporte: él la seguía. Cansada de este repetitivo suceso ella decidió bajarse del bus y cuando estaba a punto de hacerlo, el hombre la agarra de su glúteo con tal fuerza que a ella le quedó marcadas sus uñas. El dolor que ella sintió no era el físico, no era por el apretón, era en el alma… por la humillación, la impotencia.
En Lima, en una combi, una niña de 13 años se dirigía a su casa de regreso de la escuela. Se sentó atrás, al fondo, y al lado de ella un hombre joven la acorraló contra la ventana. Como nadie más iba en esa fila del autobús, él tocó sus piernas de bajo de su falda colegial y con sus dedos hurgó dentro de su ropa interior. Ella tenía miedo, pavor, pánico, pero no sabía que hacer, temía por la vergüenza, y temía por lo que le pudiera hacer si ella gritaba. Él solo paró cuando alguien más se sentó en esa fila y ya no pudo continuar. La niña lloró días, sin saber cómo recuperarse.
No era la ropa, la hora del día, la ciudad o la víctima. La culpa es del acosador, del abusador. Estas historias suceden todos los días, a todas horas en miles de ciudades en la región y el mundo.
Si ves a alguien que está siendo víctima, ayúdala, no calles. Si tu eres la víctima siempre vela por tu seguridad, denúncialo ante el conductor o su ayudante o ante la autoridad de tránsito.